
Que ya es una señora mayor, que puede hacer y decir lo que le dé la gana, o no decir ni hacer lo que no quiere, y que la dejen tranquila. Eso es lo que Marga Sánchez Romero cuenta al teléfono pero también con lo arranca esta catedrática de Prehistoria su último libro, Lo que el cuerpo nos cuenta. Un recorrido físico y político de las mujeres desde la prehistoria hasta hoy (Destino), del que dice que son precisamente los años que ya ha cumplido, 53, la seguridad que ha ganado con ellos, “y a pesar de que se asocien con la decadencia, sobre todo del cuerpo y sobre todo de las mujeres”, lo que ha permitido que lo escriba. Que lo escriba, además, “más desahogada” que el anterior, Prehistorias de mujeres, que va por la séptima edición; sin pensar en “la mucha desautorización” que ha habido sobre su campo, mujeres e infancia; y pensando mucho en “cuánto cuesta colocarse una en su sitio”.
Y se nota. Sánchez escribe exactamente como habla: clara, sin tecnicismos y ni asomo de tibieza para contar la historia “bien”, es decir, “aplicando el feminismo, que ha sido el gran cambio del siglo XX, nada ha cambiado tanto el mundo en los últimos 100 años. Si no lo aplicas, también al pasado, no estás haciendo buena historia. Una ciencia que excluye a la mitad de la población no es buena ciencia. Y punto, ya está”.
Hace ya tiempo que apenas hay proyectos de investigación en los que el género no sea elemento fundamental: “Lo que me parece inexplicable es cómo hemos podido hacer discurso histórico sin tenerlo en cuenta. Hemos estado contando el mundo desde un punto de vista muy androcéntrico y eurocéntrico. Las sociedades prehistóricas, y por tanto las actuales, se han definido en base a lo que unos señores decidieron y eso es el cuento que nos hemos creído. Y hasta hoy”.
Es el que ella intenta desmontar para “contar una realidad que está incompleta”. Más allá de la convicción de que la ciencia obvió durante siglos a más de la mitad de la población, y que es ya también la ciencia la que demuestra que el racismo, la xenofobia, el edadismo, el capacitismo, la homofobia o el machismo son construcciones culturales creadas a partir de ideas falaces, no tiene grandes máximas: asegura que pregunta una dirección 14 veces si le hace falta y duda 20 antes de hacer una afirmación y a veces ni las hace porque no da nada por sentado o cerrado si no tiene evidencia con la que hacerlo.
Hemos pasado un siglo y medio sin tener que demostrar un montón de cosas y no ha pasado nada, porque lo decía fulanito y no hacía falta más
En el libro, y en su trabajo diario, hay evidencia o ausencia de ella, en ambos casos para demostrar lo erróneas que son muchas cosas que sí se dieron por sentadas y cerradas sin exactamente eso, pruebas: “Quienes han hecho discurso histórico, a los que no se les pidió ninguna prueba para afirmar que lo que decían era cierto, ahora te las exigen a ti: ‘No, es que esto me lo tienes que demostrar, porque aquí hacemos ciencia’. Claro, no te preocupes que yo te lo demuestro, pero que hemos pasado un siglo y medio sin tener que demostrar un montón de cosas y no ha pasado nada, porque lo decía fulanito y no hacía falta más”.
Desde hace años, los avances científicos han permitido ir desterrando esas ideas asumidas pero no comprobadas que han tenido que ver con cómo se ha construido el mundo actual: desde la división sexual del trabajo al concepto de familia tradicional.
Por ejemplo, ¿si se encuentra a tres criaturas enterradas con una mujer son la madre y su descendencia? No siempre es así.
En el yacimiento alemán de Eulau, en una de las sepulturas que se excavaron en 2005 y que datan de hace 4.600 años, en la número 98 había una mujer de 35 años, un bebé del que no se puede saber el sexo, una niña de cinco y un niño de ochos. No eran sus hijos. “El hecho de que los miembros supervivientes de esa comunidad colocasen los cuerpos con tanto esmero nos lleva a presumir fuerte vínculo social, aunque no estuvieran unidos por lo biológico”, escribe la prehistoriadora en el libro.
Otro ejemplo. Eso de “entender que la identidad de género ha sido monolítica [por binaria] tanto en su configuración como en su expresión en todas las sociedades prehistóricas en cualquier parte del mundo”, cuando la investigación ha enseñado tanto otros géneros como variabilidad en el sexo cromosómico a lo largo de la historia.
Un último: que no existían mujeres mayores y con poder dentro de las comunidades cuando hay pruebas que lo refutan. Como la pescadora que ya había superado la cincuentena hace más de 12.000 años en la isla de Alor, en Indonesia. La encontraron con los cinco anzuelos “más antiguos conocidos asociados con prácticas mortuorias” colocados en la zona del mentón y la mandíbula.
“Que esta mujer fuera enterrada y el que apareciese con estos elementos de ajuar tan importantes para la subsistencia de estas poblaciones hacen que quienes la han estudiado propongan que esta mujer poseyera un alto estatus en su comunidad”, relata en el capítulo El cuerpo que envejece.
Algo que dice, como apunte, que todos los cuerpos hacen, envejecer, desde el día que se nace.
Los cánones sociales, “inventos de hombres”
Sánchez eligió precisamente el cuerpo, en parte, porque ella está atravesando ese proceso en el que te das cuenta de que está ocurriendo: “Tengo 53, que si la perimenopausia, los cambios, las arrugas, las canas… Y te toca examinarte, ver las incoherencias que cometemos, dónde nos situamos, o cómo de amables o no amables somos con nosotras mismas. Y todo esto está motivado por cánones sociales que realmente son inventos. Y dices, ‘bueno, ¿y hasta qué punto yo tengo que estar condicionada por un invento de alguien?’ Inventos de hombres, por cierto”.
Cuestiones sobre el cuerpo, el de las mujeres mayoritariamente, que llevan siglos cercándolas. Explica la prehistoriadora que desde que se dedica a estudiarlas, vio “que el cuerpo era un elemento muy clarificador por ser muy usado por las sociedades para definirlas. Desde lo biológico, porque lo que nos pasa lo es, pero siempre está matizado, y tiene causas y consecuencias sociales, políticas, económicas y culturales” que acaban por hacer de la diferencia, desigualdad. Y esa es una de las cuestiones con las que la investigadora está menos de acuerdo.
“La variabilidad, la variedad, son buenas. No hay dos personas iguales. Aportamos desde distintos puntos de vista y enriquecemos las sociedades a través de esas diferencias incluso genéticamente. Manifestamos cualquier tipo de identidad a través del cuerpo desde que existimos: de género, de edad, de grupo. Sin que necesariamente esas diferencias tuvieran que ser leídas como desigualdades, solo como forma de estar en el mundo y de representarte”.
Quién dijo qué era un cuerpo normativo
Recuerda que durante prácticamente todo el paleolítico lo dispar no significó desigualdad entre mujeres y hombres, o entre personas mayores y jóvenes; sin embargo, llegó un momento en que comenzó a ocurrir: “Desigualdades sociales, económicas y de género que en el cuerpo de las mujeres se acentúan mucho más, sobre todo en la mirada específica sobre esos cuerpos”. Y sus limitaciones.
Ahí está el del vendado de los pies de las niñas en China, que empezó hace más de mil años durante la dinastía Song y que consistía en quebrarles los dedos y atarlos a la planta del pie con telas; o los pares de anillos o espirales unidos por una cadena ―“a modo de esposas, sí”― que llevaron algunas mujeres en las piernas durante la Edad del Bronce, hace unos 3.500 años. Poco a poco, explica, se fue concretando “qué podían y qué no hacer las mujeres con sus cuerpos y cómo debían ser”.
El llamado cuerpo normativo, que la “mata”: “¿Pero qué coño es un cuerpo normativo? ¿Quién puso la norma? ¿De dónde sacó el tallaje? Y ahora resulta que para reapropiarnos de nuestros cuerpos tenemos que rebelarnos. Salir sin depilar, un acto de rebeldía, una 44 de pantalón, también, ¿perdona? ¿Rebeldía contra qué, contra algo que alguien impuso?”.
Con el rostro, lo mismo: “Da igual la edad que tengas, hay una normativización por la que tienes que tener una nariz, boca u ojos determinados. Y cuando empiezas a envejecer, según los parámetros sociales, no tiene que parecerlo. Lo que debería distinguirnos, que es nuestra propia especificidad, que es la riqueza que tenemos, no la queremos porque debemos encajar en la norma”.
Sánchez se queda pensando en la infinidad de figurillas paleolíticas que representan mujeres: “Adolescentes, de edad avanzada, embarazadas, con los senos muy marcados o con la vulva muy marcada, las de Kostenki, que son mujeres que tienen los pechos caídos, ¿por qué? Porque reflejan la realidad. Plural, variable, distinta”.
En el epílogo, escribe en el último párrafo: “¿Sabes lo que pretendo simplemente? Que seamos conscientes de lo que pasa, de lo que nos pasa, y porque somos conscientes, seamos capaces de ser amables con nuestro cuerpo y con nosotras”. También con las demás, y con los demás. Aunque, en general, eso es algo que ya vienen haciendo las mujeres, de forma mayoritaria y desde hace siglos, cuidar: “Lo único estructural, obligatorio, fundamental en cualquier sociedad, es lo que menos valoramos. ¿Por qué? Porque lo hacen las mujeres”.
Si solo hubiesen sobrevivido los más fuertes, la mitad de la población no estaría donde está
Insiste: “El cuidado es lo que ha hecho que seamos capaces de sobrevivir como especie. Por mucho tiempo se ha sentado todo sobre la base del más fuerte, pero si solo hubiesen sobrevivido los más fuertes, la mitad de la población no estaría donde está. Si hemos llegado hasta aquí, es porque nos hemos cuidado, por los mecanismos de solidaridad. Hace falta colocar esto en el primer plano de la explicación histórica, en los libros, en los museos, en la universidad. Solo así podemos empezar a ser conscientes de la importancia crucial que tienen. Y cambiar”.
Su trabajo, afirma, es también para eso: “Quienes hacemos investigación esperamos que ese conocimiento sirva como base a quienes tienen que tomar decisiones, hacer leyes y políticas públicas para cambiar en la sociedad todo lo que está mal configurado, lo que es injusto, y cualquier desigualdad lo es”.