▲ Mujeres vestidas de negro y con parches en los ojos, que representan a manifestantes heridos por perdigones disparados por la policía antidisturbios, encaran a las fuerzas del orden en la Marcha de Luto, en Santiago, el 1º de noviembre de 2019, en protesta por la muerte de 23 personas tras más de 10 días de disturbios civiles.Foto Afp
Aldo Anfossi
Corresponsal
Periódico La Jornada
Jueves 17 de octubre de 2024, p. 27
Santiago. Aquellos hechos al ocaso del viernes 18 de octubre (18-O) de 2019 y el crujido sistémico que le siguió quedarán para siempre en el imaginario colectivo del país, con análisis de historiadores y sociólogos tratando de explicar, sobre todo, cómo fue posible que, a final de cuentas, en términos estructurales, en Chile no pasara nada.
Porque cinco años después, dos procesos constitucionales fallidos de por medio –uno controlado por una sumatoria de grupos identitarios izquierdistas y otro por la ultraderecha pinochetista– y con Gabriel Boric en la presidencia, Chile es tan neoliberal como entonces.
No cambió la salud pública ni privada, más bien ésta se fortaleció a costillas de los asegurados; no cambió, y más bien está cerca de reafirmarse, el modelo de pensiones privado, eje del régimen neoliberal, no hay cabida para uno basado en la solidaridad intergeneracional; no hubo reconocimiento de país plurinacional, no hubo reforma a la policía, etcétera.
Sólo queda una disputa en torno a cómo se asienta la verdad histórica
de los hechos, con una derecha que describe aquellos días, cuando millones se movilizaron como un estallido delincuencial
; y una izquierda que apenas se asoma a justificarlos.
El propio colectivo social parece sentir vergüenza de sí mismo, porque el respaldo a la movilización es de 23 por ciento, lejano a ese 55 por ciento que llegó a tener, según el Centro de Estudios Públicos.
El estallido fue antecedido por grandes movilizaciones: los estudiantes en 2006, 2011 y 2019, contra la mercantilización y en favor de educación gratuita y de calidad; los jubilados y organizaciones sociales contra el sistema previsional individualista en 2016 y 2017, la enorme marcha feminista de 2018; también, de comunidades severamente afectadas por la contaminación o la sequía.
El ambiente venía caldeado además por abusos del empresariado, colusiones de precios en sectores sensibles como los medicamentos, la alimentación y productos sanitarios. La clase política figuraba involucrada en financiamiento ilegal a partidos y parlamentarios.
La ira comenzó en el Metro
La memoria dice que en la antesala del 18-O, el ministro de Hacienda recomendó con sarcasmo a los románticos
comprar flores porque había bajado su precio, al comentar la inflación mensual; que el subsecretario de Salud teorizó que las filas de amanecida en los consultorios eran porque los enfermos no solamente van a ver al médico, sino que es un elemento de reunión social
, y que el ministro de Economía, frente al alza en el pasaje del Metro, recomendó madrugar aún más y tomar el tren antes de las 7 de la mañana con tarifa más baja.
La gota que derramó la rabia vino por boca del presidente del Metro: “Cabros (muchachos), esto no prendió, no se han ganado el apoyo de la población, ni siquiera en Twitter; la gente está en otra, el chileno es bastante más civilizado y lo único que he visto es un gran rechazo”, les dijo arrogante a los estudiantes que llevaban semanas protestando y saltándose los torniquetes.
Todos debieron morderse la lengua porque la tarde de aquel día, cuando la gente comenzaba el retorno y las evasiones eran masivas, Carabineros arrojó bombas lacrimógenas adentro de las estaciones, los gases se colaron en los trenes, la gente se desbandó en huida mientras se cerraban los accesos, el transporte público de superficie colapsó y la ciudad entró en caos, con millones caminando por horas a sus casas.
El entonces presidente, Sebastián Piñera, quien se enteró mientras comía pizza con su familia en un restaurante capitalino, regresó a La Moneda a monitorear. Pero era imposible, la crisis se inflamaba, comenzaban los incendios intencionales en las estaciones del Metro, unas 77 fueron quemadas o desvencijadas; también los saqueos a los supermercados, la destrucción de los pórticos de las carreteras concesionadas, una furia social generalizada se apoderaba del país.
El gobernante quedó descolocado, su interpretación fue que estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite, incluso cuando significa la pérdida de vidas humanas, con el único propósito de producir el mayor daño posible
. Después diría que se trató de un golpe de Estado no tradicional
.
Una semana después la ciudadanía contestó con una manifestación que en Santiago sumó 2 millones de personas y a cientos de miles en otras ciudades. Le siguieron dos meses de protestas cuya represión policial y militar dejó unos 38 muertos, miles de heridos, centenares de ellos mutilados en sus rostros u ojos,12 mil 500 personas requirieron atención de urgencias en un hospital y hubo 8 mil 500 denuncias por delitos de violencia institucional.
La revuelta social sólo terminó con la pandemia del covid-19 en marzo de 2020, el miedo y el confinamiento a fuerza de toques de queda y con el ejército en las calles, fueron usadas por Piñera para desmovilizar a la sociedad.
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